Hace
unos días enré en una librería buscando la novela de Blaga
Dimitrova - para mí la más distinguida escritora búlgara - que se
acababa de reeditar. La encontré pero antes de irme, fui a la
sección de libros en inglés, por si había algo de Faulkner. Entre
toda la ciencia-ficción amontonada en el mostrador, se escondía una
edición preciosísima de Del amor y otros demonios (en versión
original) de García Márquez. Me la llevé, por supuesto. Bueno, al
principio no del todo, porque pagué la cuenta pero me olvidé de los
libros. El chico de la librería salió corriendo detrás de mí y yo
ni me había dado cuenta. En fin, después de esta confesión, dejo
al estimado lector con uno de los momentos más hermosos del libro,
tan íntimo, tan tierno que nos olvidamos de las rejas de la celda.
***
Algo se movió en el corazón de Sierva María, pues quiso oír el
verso de nuevo. Él lo repitió, y esta vez siguió de largo, con voz
intensa y bien articulada, hasta el último de los cuarenta sonetos
del caballero de amor y de armas, don Garcilaso de la Vega, muerto en
la flor de la edad por una pedrada de guerra.
Cuando terminó, Cayetano tomó la mano de Sierva María y la puso
sobre su corazón. Ella sintió dentro el fragor de su tormenta.
«Siempre estoy así», dijo él.
Y sin darle tiempo al pánico se liberó de la materia turbia que le
impedía vivir. Le confesó que no tenía un instante sin pensar en
ella, que cuanto comía y bebía tenía el sabor de ella, que la vida
era ella a toda hora y en todas partes, como sólo Dios tenía el
derecho y el poder de serlo, y que el gozo supremo de su corazón
sería morirse con ella. Siguió hablándole sin mirarla, con la
misma fluidez y el calor con que recitaba, hasta que tuvo la
impresión de que Sierva María se había dormido. Pero estaba
despierta, fijos en él sus ojos de cierva azorada. Apenas se atrevió
a preguntar:
«¿ Y ahora?»
«Ahora nada», dijo él. «Me basta con que lo sepas».
No pudo seguir. Llorando en silencio pasó su brazo por debajo de la
cabeza de ella para que le sirviera de almohada, y ella se enroscó
en su costado. Permanecieron así, sin dormir, sin hablar, hasta que
empezaron a cantar los gallos, y él tuvo que apurarse para llegar a
tiempo a la misa de cinco. Antes que se fuera, Sierva María le
regaló el precioso collar de Oddúa: dieciocho pulgadas de cuentas
de nacar y coral.
El pánico había sido reemplazado por la zozobra del corazón.
Delaura no tenía sosiego, hacía las cosas de cualquier modo,
flotaba, hasta la hora feliz en que huía del hospital para ver a
Sierva María. Llegaba jadeando a la celda ensopado por las lluvias
perpetuas, y ella lo esperaba con tal ansiedad que la sola sonrisa de
él le devolvía el aliento. Una noche fue ella quien tomó la
iniciativa con los versos que aprendía de tanto oírlos. «Cuando
me paro a contemplar mi estado y a ver los pasos por donde me has
traído», recitó. Y preguntó con picardía:
«¿Cómo sigue?»
«Yo acabaré, que me entregué sin arte a quien sabrá perderme y
acabarme», dijo él.
Ella lo repitió con la misma ternura, y continuaron así hasta el
final del libro, saltando versos, pervirtiendo y tergiversando los
sonetos por conveniencia, jugueteando con ellos a su antojo con un
dominio de dueños. Se durmieron de cansancio. La guardiana entró
con el desayuno a las cinco, en medio de la algazara de los gallos, y
ambos despertaron asustados. Se les paró la vida. La vigilante puso
el desayuno en la mesa, hizo una inspección de rutina con el farol,
y salió sin ver a Cayetano en la cama.
«Lucifer es un bicho», se burló él cuando recobró el aire.
«También a mí me ha vuelto invisible».
Gabriel García Márquez, Del amor y otros demonios
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Eliza Triana y Pablo Derqui en la adaptación cinematográfica de la novela (Costa Rica, 2010). |