[...] Y aunque no había niños jugando, ni palomas, ni tejados azules, sentí
que el pueblo vivía. Y que si yo escuchaba solamente el silencio, era
porque aún no estaba acostumbrado al silencio; tal vez porque mi cabeza
venía llena de ruidos y de voces.
De voces, sí. Y aquí, donde el aire era escaso, se oían mejor. Se quedaban dentro de uno, pesadas. Me acordé de lo que me había dicho mi madre: «Allá me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.» Mi madre... la viva.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
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