El
invierno se precipitó un domingo a la salida de misa. La noche del
sábado había sido sofocante. Pero aún en la mañana del domingo no
se pensaba que pudiera llover. Después de misa, antes de que las
mujeres tuviéramos tiempo de encontrar el broche de las sombrillas,
sopló un viento espeso y oscuro que barrió en una amplia vuelta
redonda el polvo y la dura yesca de mayo. Alguien dijo junto a mí:
“Es viento de agua”. Y yo lo sabía desde antes. Desde cuando
salimos al atrio y me sentí estremecida por la viscosa sensación en
el vientre. Los hombres corrieron hacia las casas vecinas con una
mano en el sombrero y un pañuelo en la otra, protegiéndose del
viento y la polvareda. Entonces llovió. Y el cielo fue una sustancia
gelatinosa y gris que aleteó a una cuarta de nuestras cabezas.
Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegres de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se confundió con el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora del almuerzo: “Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas”. Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi madrastra le dijo: “Eso lo oíste en el sermón”. Y mi padre sonrió. Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto al pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer que soñaba despierto.
Durante el resto de la mañana mi madrastra y yo estuvimos sentadas junto al pasamano, alegres de que la lluvia revitalizara el romero y el nardo sedientos en las macetas después de siete meses de verano intenso, de polvo abrasante. Al mediodía cesó la reverberación de la tierra y un olor a suelo removido, a despierta y renovada vegetación, se confundió con el fresco y saludable olor de la lluvia con el romero. Mi padre dijo a la hora del almuerzo: “Cuando llueve en mayo es señal de que habrá buenas aguas”. Sonriente, atravesada por el hilo luminoso de la nueva estación, mi madrastra le dijo: “Eso lo oíste en el sermón”. Y mi padre sonrió. Y almorzó con buen apetito y hasta tuvo una entretenida digestión junto al pasamano, silencioso, con los ojos cerrados pero sin dormir, como para creer que soñaba despierto.
Llovió
durante toda la tarde en un solo tono. En la intensidad uniforme y
apacible se oía caer el agua como cuando se viaja toda la tarde en
un tren. Pero sin que lo advirtiéramos, la lluvia estaba penetrando
demasiado hondo en nuestros sentidos. En la madrugada del lunes,
cuando cerramos la puerta para evitar el vientecillo cortante y
helado que soplaba del patio, nuestros sentidos habían sido colmados
por la lluvia. Y en la mañana del lunes los había rebasado. Mi
madrastra y yo volvimos a contemplar el jardín. La tierra áspera y
parda de mayo se había convertido durante la noche en una substancia
oscura y pastosa, parecida al jabón ordinario. Un chorro de agua
comenzaba a correr por entre las macetas. “Creo que en toda la
noche han tenido agua de sobra”, dijo mi madrastra. Y yo noté que
había dejado de sonreír y que su regocijo del día anterior se
había transformado en una seriedad laxa y tediosa. “Creo que sí
—dije—. Será mejor que los guajiros las pongan en el corredor
mientras escampa”. Y así lo hicieron, mientras la lluvia crecía
como árbol inmenso sobre los árboles. Mi padre ocupó el mismo
sitio en que estuvo la tarde del domingo, pero no habló de la
lluvia. Dijo: “Debe ser que anoche dormí mal, porque me ha
amanecido doliendo el espinazo”. Y estuvo allí, sentado contra el
pasamano, con los pies en una silla y la cabeza vuelta hacia el
jardín vacío. Sólo al atardecer, después que se negó a almorzar,
dijo: “Es como si no fuera a escampar nunca”. Y yo me acordé de
los meses de calor. Me acordé de agosto, de esas siestas largas y
pasmadas en que nos echábamos a morir bajo el peso de la hora, con
la ropa pegada al cuerpo por el sudor, oyendo afuera el zumbido
insistente y sordo de la hora sin transcurso. Vi las paredes lavadas,
las junturas de la madera ensanchadas por el agua. Vi el jardincillo,
vacío por primera vez, y el jazminero contra el muro, fiel al
recuerdo de mi madre. Vi a mi padre sentado en el mecedor, recostadas
en una almohada las vértebras doloridas, y los ojos tristes,
perdidos en el laberinto de la lluvia. Me acordé de las noches de
agosto, en cuyo silencio maravillado no se oye nada más que el ruido
milenario que hace la Tierra girando en el eje oxidado y sin aceitar.
Súbitamente me sentí sobrecogida por una agobiadora tristeza.
Llovió
durante todo el lunes, como el domingo. Pero entonces parecía como
si estuviera lloviendo de otro modo, porque algo distinto y amargo
ocurría en mi corazón. Al atardecer dijo una voz junto a mi
asiento: “Es aburridora esta lluvia”. Sin que me volviera a
mirar, reconocí la voz de Martín. Sabía que él estaba hablando en
el asiento del lado, con la misma expresión fría y pasmada que no
había variado ni siquiera después de esa sombría madrugada de
diciembre en que empezó a ser mi esposo. Habían transcurrido cinco
meses desde entonces. Ahora yo iba a tener un hijo. Y Martín estaba
allí, a mi lado, diciendo que le aburría la lluvia. “Aburridora
no —dije. Lo que me parece demasiado triste es el jardín vacío
y esos pobre árboles que no pueden quitarse del patio”. Entonces
me volví a mirarlo, y ya Martín no estaba allí. Era apenas una voz
que me decía: “Por lo visto no piensa escampar nunca”, y cuando
miré hacia la voz, sólo encontré la silla vacía.
El
martes amaneció una vaca en el jardín. Parecía un promontorio de
arcilla en su inmovilidad dura y rebelde, hundidas las pezuñas en el
barro y la cabeza doblegada. Durante la mañana los guajiros trataron
de ahuyentarla con palos y ladrillos. Pero la vaca permaneció
imperturbable, en el jardín, dura, inviolable, todavía las pezuñas
hundidas en el barro y la enorme cabeza humillada por la lluvia. Los
guajiros la acostaron hasta cuando la paciente tolerancia de mi padre
vino en defensa suya: “Déjenla tranquila —dijo—. Ella se irá
como vino”.
Al
atardecer del martes el agua apretaba y dolía como una mortaja en
el corazón. El fresco de la primera mañana empezó a convertirse en
una humedad caliente y pastosa. La temperatura no era fría ni caliente; era una temperatura de escalofrío. Los pies
sudaban dentro de los zapatos. No se sabía qué era más
desagradable, si la piel al descubierto o el contacto de la ropa en
la piel. En la casa había cesado toda actividad. Nos sentamos en el
corredor, pero ya no contemplábamos la lluvia como el primer día.
Ya no la sentíamos caer. Ya no veíamos sino el contorno de los
árboles en la niebla, en un atardecer triste y desolado que dejaba
en los labios el mismo sabor con que se despierta después de haber
soñado con una persona desconocida. Yo sabía que era martes y me
acordaba de las mellizas de San Jerónimo, de las niñas ciegas que
todas las semanas vienen a la casa a decirnos canciones simples,
entristecidas por el amargo y desamparado prodigio de sus voces. Por
encima de la lluvia yo oía la cancioncilla de las mellizas ciegas y
las imaginaba en su casa, acuclilladas, aguardando a que cesara la
lluvia para salir a cantar. Aquel día no llegarían las mellizas de
San Jerónimo, pensaba yo, ni la pordiosera estaría en el corredor
después de la siesta, pidiendo como todos los martes, la eterna
ramita de toronjil.
Ese
día perdimos el orden de las comidas. Mi madrastra sirvió a la hora
de la siesta un plato de sopa simple y un pedazo de pan rancio. Pero
en realidad no comíamos desde el atardecer del lunes y creo que
desde entonces dejamos de pensar. Estábamos paralizados,
narcotizados por la lluvia, entregados al derrumbamiento de la
naturaleza en una actitud pacífica y resignada. Solo la vaca se
movió en la tarde. De pronto, un profundo rumor sacudió sus
entrañas y las pezuñas se hundieron en el barro con mayor fuerza.
Luego permaneció inmóvil durante media hora, como si ya estuviera
muerta, pero no pudiera caer porque se lo impedía la costumbre de
estar viva, el hábito de estar en una misma posición bajo la
lluvia, hasta cuando la costumbre fue más débil que el cuerpo.
Entonces dobló las patas delanteras (levantadas todavía en un
último esfuerzo agónico las ancas brillantes y oscuras), hundió el
babeante hocico en el lodazal y se rindió por fin al peso de su
propia materia en una silenciosa, gradual y digna ceremonia de total
derrumbamiento. “Hasta ahí llegó”, dijo alguien a mis espaldas.
Y yo me volví a mirar y vi en el umbral a la pordiosera de los
martes que venía a través de la tormenta a pedir la ramita de
toronjil. Tal vez el miércoles me habría acostumbrado a ese
ambiente sobrecogedor, si al llegar a la sala no hubiera encontrado la
mesa recostada contra la pared, los muebles amontonados encima de
ella, y del otro lado, en un parapeto improvisado durante la noche,
los baúles y las cajas con los utensilios domésticos. El
espectáculo me produjo una terrible sensación de vacío. Algo había
sucedido durante la noche. La casa estaba en desorden; los guajiros,
sin camisa y descalzos, con los pantalones enrollados hasta las
rodillas, transportaban los muebles al comedor. En la expresión de
los hombres, en la misma diligencia con que trabajaban, se advertía
la crueldad de la frustrada rebeldía, de la forzosa y humillante
inferioridad bajo la lluvia. Yo me movía sin dirección, sin
voluntad. Me sentía convertida en una pradera desolada, sembrada de
algas y líquenes, de hongos viscosos y blandos, fecunda por la
repugnante flora de la humedad y de las tinieblas. Yo estaba en la
sala contemplando el desierto espectáculo de los muebles amontonados
cuando oí la voz de mi madrastra en el cuarto advirtiéndome que
podía contraer una pulmonía. Solo entonces caí en la cuenta de que
el agua me daba en los tobillos, de que la casa estaba inundada,
cubierto el piso por una gruesa superficie de agua viscosa y muerta.
Al
mediodía del miércoles no había acabado de amanecer. Y antes de
las tres de la tarde la noche había entrado de lleno, anticipada y
enfermiza, con el mismo lento y monótono y despiadado ritmo de la
lluvia en el patio. Fue un crepúsculo prematuro, suave y lúgubre,
que creció en medio del silencio de los guajiros, que se
acuclillaron en las sillas, contra las paredes, rendidos e impotentes
ante el disturbio de la naturaleza. Entonces fue cuando empezaron a
llegar noticias de la calle. Nadie las traía a la casa. Simplemente
llegaban, precisas, individualizadas, como conducidas por el barro
líquido que corría por las calles y arrastraba objetos domésticos,
cosas y cosas, destrozos de una remota catástrofe, escombros y
animales muertos. Hechos ocurridos el domingo, cuando todavía la
lluvia era el anuncio de una estación providencial, tardaron dos
días en conocerse en la casa. Y el miércoles llegaron las noticias,
como empujadas por el propio dinamismo interior de la tormenta. Se
supo entonces que la iglesia estaba inundada y se esperaba su
derrumbamiento. Alguien que no tenía por qué saberlo, dijo esa
noche: “El tren no puede pasar el puente desde el lunes. Parece que
el río se llevó los rieles”. Y se supo que una mujer enferma
había desaparecido de su lecho y había sido encontrada esa tarde
flotando en el patio.
Aterrorizada,
poseída por el espanto y el diluvio, me senté en el mecedor con las
piernas encogidas y los ojos fijos en la oscuridad húmeda y llena de
turbios pensamientos. Mi madrastra apareció en el vano de la puerta,
con la lámpara en alto y la cabeza erguida. Parecía un fantasma
familiar ante el cual yo no sentía sobresalto alguno porque yo misma participaba de su condición
sobrenatural. Vino hasta donde yo estaba. Aún mantenía la cabeza
erguida y la lámpara en alto, y chapaleaba en el agua del corredor.
“Ahora tenemos que rezar”, dijo. Y yo vi su rostros seco y
agrietado, como si acabara de abandonar una sepultura o como si
estuviera fabricada en una substancia distinta de la humana. Estaba
frente a mí, con el rosario en la mano, diciendo: “Ahora tenemos
que rezar. El agua rompió las sepulturas y los pobrecitos muertos
están flotando en el cementerio”. Tal vez había dormido un poco
esa noche cuando desperté sobresaltada por un olor agrio y
penetrante como el de los cuerpos en descomposición. Sacudía con
fuerza a Martín, que roncaba a mi lado. “¿No lo sientes?”, le
dije. Y él dijo “¿Qué?” Y yo dije: “El olor. Deben ser los
muertos que están flotando por las calles”. Yo me sentía
aterrorizada por aquella idea, pero Martín se volteó contra la
pared y dijo con la voz ronca y dormida: “Son cosas tuyas. Las
mujeres embarazadas siempre están con imaginaciones”.
Al
amanecer del jueves cesaron los olores, se perdió el sentido de las
distancias. La noción del tiempo, trastornada desde el día
anterior, desapareció por completo. Entonces no hubo jueves. Lo que
debía ser lo fue una cosa física y gelatinosa que había podido
apartarse con las manos para asomarse al viernes. Allí no había
hombres ni mujeres. Mi madrastra, mi padre, los guajiros eran cuerpos
adiposos e improbables que se movían en el tremedal del invierno. Mi
padre me dijo: “No se mueva de aquí hasta cuando no le diga qué
se hace”, y su voz era lejana e indirecta y no parecía percibirse
con los oídos, sino con el tacto, que era el único sentido que
permanecía en actividad.
Pero
mi padre no volvió: se extravió en el tiempo. Así que cuando llegó
la noche llamé a mi madrastra para decirle que me acompañara al
dormitorio. Tuve un sueño pacífico, sereno, que se prolongó a lo
largo de toda la noche. Al día siguiente la atmósfera seguía
igual, sin color, sin olor, sin temperatura. Tan pronto como desperté
salté a un asiento y permanecí inmóvil, porque algo me indicaba
que todavía una zona de mi consciencia no había despertado por
completo. Entonces oí el pito del tren. El pito prolongado y triste
del tren fugándose de la tormenta. “Debe haber escampado en alguna
parte”, pensé, y una voz a mis espaldas pareció responder a mi
pensamiento: “Dónde...”, dijo. “¿Quién esta ahí?”, dije
yo, mirando. Y vi a mi madrastra con un brazo largo y escuálido
extendido hacia la pared. “Soy yo”, dijo. Y yo le dije: “¿Los
oyes?”. Y ella dijo que sí, que tal vez habría escampado en los
alrededores y habían reparado las líneas. Luego me entregó una
bandeja con el desayuno humeante. Aquello olía a salsa de ajo y
manteca hervida. Era un plato de sopa. Desconcertada le pregunté a
mi madrastra por la hora. Y ella, calmadamente, con una voz que sabía
a postrada resignación, dijo: “Deben ser las dos y media, más o
menos. El tren no lleva retraso después de todo”. Yo dije: “¡Las
dos y media! ¡Cómo hice para dormir tanto!”. Y ella dijo: “No
has dormido mucho. A lo sumo serían las tres”. Y yo, temblando,
sintiendo resbalar el plato entre mis manos: “Las dos y media del
viernes...”, dije. Y ella, monstruosamente tranquila: “Las dos y
media del jueves, hija. Todavía las dos y media del jueves”.
No
sé cuanto tiempo estuve hundida en aquel sonambulismo en que los
sentidos perdieron su valor. Solo sé que después de muchas horas
incontables oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía:
“Ahora puedes rodar la cama para ese lado”. Era una voz fatigada,
pero no voz de enfermo, sino de convaleciente. Después oí el ruido
de los ladrillos en el agua. Permanecí rígida antes de darme cuenta
de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el
vacío inmenso, Sentí el trepidante y violento silencio de la casa,
la inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas. Y
súbitamente sentí el corazón convertido en una piedra helada.
“Estoy muerta —pensé—. Dios. Estoy muerta”. Di un salto de
la cama. Grité: “¡Ada, Ada!” La voz desabrida de Martín me
respondió desde el otro lado: “No pueden oírte porque ya están
fuera”. Sólo entonces me di cuenta de que había escampado y de que
en torno a nosotros se extendía un silencio, una tranquilidad, una
beatitud misteriosa y profunda, un estado perfecto que debía ser muy
parecido a la muerte. Después se oyeron pisadas en el corredor. Se
oyó una voz clara y completamente viva. Luego un vientecito fresco
sacudió la hoja de la puerta, hizo crujir la cerradura, y un cuerpo
sólido y momentáneo, como una fruta madura, cayó profundamente en
la alberca del patio. Algo en el aire denunciaba la presencia de una
persona invisible que sonreía en la oscuridad.
“Dios
mío —pensé entonces, confundida por el trastorno del tiempo—.
Ahora no me sorprendería de que me llamaran para asistir a la misa
del domingo pasado”.
Gabriel
García Márquez
(1955)
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