La
ambigua claridad del satélite, trastornando las perspectivas, puebla
de duendes la llanura. Son las noches de las pequeñas cosas que de
lejos se ven enormes, de las distancias incalculables, de las formas
disparatadas. De las sombras blancas apostadas al pie de los árboles,
de los jinetes misteriosos, inmóviles en los claros de sabana, que
desaparecen de pronto cuando alguien se queda mirándolos. Noches de
viajar «con el escalofrío de capotera y la Magnífica en los
labios» —
según decía Pajarote —. Noches
alucinantes en que hasta las bestias duermen inquietas.
[...]
[...]
Las
almas en pena que recorren sus malos pasos por los sitios donde los
dieron; la Llorona, fantasma de las orillas de los ríos, caños o
remansos, y cuyos lamentos se oyen a leguas de distancia; las ánimas
que rezan a coro, con un rumor de enjambres, en la callada soledad de
las matas, en los claros de luna de los calveros, y el Ánima Sola,
que silba al caminante para arrancarle un padrenuestro, porque es el
alma más necesitada del Purgatorio; la Sayona, hermosa enlutada,
escarmiento de los mujeriegos trasnochadores, que les sale al paso,
les dice: «Sígueme», y de pronto se vuelve y les muestra la
horrible dentadura fosforescente, y las piaras de cerdos negros que
Mandinga arrea por delante del viajero, y las otras mil formas bajo
las cuales se presenta, todo se le había aparecido a Pajarote.
Rómulo Gallegos, Doña Bárbara
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