Entonces
ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con
la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El
éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un
resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos
de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis
ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo.
Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque
se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las
cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de
esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra.
Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda
para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la
de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos
designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del
Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros
hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres,
vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que
hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una
sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender
la escriturad del tigre.
Es una
fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me
bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría
decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara
en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre
destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos
españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el
imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán,
regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré
esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera
conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha
entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios
del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o
desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha
sido él,
y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué
le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso
no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días,
acostado en la oscuridad.
Jorge Luis Borges, El Aleph,
"La escritura de Dios"
"La escritura de Dios"
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