[...] Escribía con lenta seguridad, de derecha a izquierda; el
ejercicio de formar silogismos y de eslabonar vastos párrafos no le
impedía sentir, como un bienestar, la fresca y honda casa que lo
rodeaba. En el fondo de la siesta se enronquecían amorosas palomas; de
algún patio invisible se elevaba el rumor de la fuente; algo en la carne
de Averroes, cuyos antepasados procedían de los desiertos árabes,
agradecía la constancia del agua. Abajo estaban los jardines, la huerta;
abajo, el atareado Guadalquivir y después la querida ciudad de Córdoba,
no menos clara que Bagdad o que el Cairo, como un complejo y delicado
instrumento, y alrededor (esto Averroes lo sentía también) se dilataba
hacia el confín la tierra de España, en la que hay pocas cosas, pero
donde cada una parece estar de un modo sustantivo y eterno.
Jorge Luis Borges, El Aleph,
"La busca de Averroes"
Los jardines de El Alcázar de Córdoba. |
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