La había visto por
primera vez una tarde en que Lotario Thugut lo encargó de llevar
un telegrama a alguien sin domicilio conocido que se llamaba Lorenzo
Daza. Lo encontró en el parquecito de los Evangelios, en una de
las casas más antiguas, medio arruinada, cuyo patio interior
parecía el claustro de una abadía, con malezas en los canteros y
una fuente de piedra sin agua. Florentino Ariza no percibió ningún
ruido humano cuando siguió a la criada descalza bajo los arcos
del corredor, donde había cajones de mudanza todavía sin abrir,
y útiles de albañiles entre restos de cal y bultos de cemento
arrumados, pues la casa estaba sometida a una restauración radical.
Al fondo del patio había una oficina provisional, donde dormía
la siesta sentado frente al escritorio un hombre muy gordo de
patillas rizadas que se confundían con los bigotes. Se llamaba, en
efecto, Lorenzo Daza, y no era muy conocido en la ciudad porque había
llegado hacía menos de dos años y no era hombre de muchos
amigos.
Recibió el telegrama como si fuera la continuación de un
sueño aciago. Florentino Ariza observó los ojos lívidos con una
especie de compasión oficial, observó los dedos inciertos
tratando de romper la estampilla, el miedo del corazón que había
visto tantas veces en tantos destinatarios que todavía no
lograban pensar en los telegramas sin relacionarlos con la muerte.
Cuando lo leyó recobró el dominio. Suspiró: “Buenas noticias”.
Y le entregó a Florentino Ariza los cinco reales de rigor, dándole
a entender con una sonrisa de alivio que no se los habría dado si
las noticias hubieran sido malas. Luego lo despidió con un
apretón de manos, que no era de uso con un mensajero del
telégrafo, y la criada lo acompañó hasta el portón de la
calle, no tanto para conducirlo como para vigilarlo. Hicieron el
mismo recorrido en sentido contrario por el corredor de arcadas, pero
esta vez supo Florentino Ariza que había alguien más en la casa,
porque la claridad del patio estaba ocupada por una voz de mujer
que repetía una lección de lectura. Al pasar frente al cuarto de
coser vio por la ventana a una mujer mayor y a una niña, sentadas
en dos sillas muy juntas, y ambas siguiendo la lectura en el mismo
libro que la mujer mantenía abierto en el regazo. Le pareció una
visión rara: la hija enseñando a leer a la madre. La apreciación
era incorrecta sólo en parte, porque la mujer era la tía y no
la madre de la niña, aunque la había criado como si lo fuera. La
lección no se interrumpió, pero la niña levantó la vista para
ver quién pasaba por la ventana, y esa mirada casual fue el
origen de un cataclismo de amor que medio siglo después aún no
había terminado.
Lo único que Florentino Ariza pudo averiguar de Lorenzo Daza fue que había venido de San Juan de la Ciénaga con la hija única y la hermana soltera poco después de la peste del cólera, y quienes lo vieron desembarcar no dudaron de que venía para quedarse, pues traía todo lo necesario para una casa bien guarnecida. La esposa había muerto cuando la hija era muy niña. La hermana se llamaba Escolástica, tenía cuarenta años y estaba cumpliendo una manda con el hábito de San Francisco cuando salía a la calle, y sólo el cordón en la cintura cuando estaba en casa. La niña tenía trece años y se llamaba igual que la madre muerta: Fermina.
Lo único que Florentino Ariza pudo averiguar de Lorenzo Daza fue que había venido de San Juan de la Ciénaga con la hija única y la hermana soltera poco después de la peste del cólera, y quienes lo vieron desembarcar no dudaron de que venía para quedarse, pues traía todo lo necesario para una casa bien guarnecida. La esposa había muerto cuando la hija era muy niña. La hermana se llamaba Escolástica, tenía cuarenta años y estaba cumpliendo una manda con el hábito de San Francisco cuando salía a la calle, y sólo el cordón en la cintura cuando estaba en casa. La niña tenía trece años y se llamaba igual que la madre muerta: Fermina.
Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera
Imagen de la película "El amor en los tiempos del cólera", Giovanna Mezzogiorno como Fermina. |
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