Todos sabían que la
iguana verde, la mariposa nocturna, el perro desconocido, el alcatraz
inverosímil, no eran sino simples disfraces. Dotado del poder de
transformarse en animal de pezuña, en ave, pez o insecto, Mackandal
visitaba continuamente las haciendas de la Llanura para vigilar a sus
fieles y saber si todavía confiaban en su regreso. De metamorfosis
en metamorfosis, el manco estaba en todas partes, habiendo recobrado
su integridad corpórea al vestir trajes de animales. Con alas un
día, con agallas al otro, galopando o reptando, se había adueñado
del curso de los ríos subterráneos, de las cavernas de la costa, de
las copas de los árboles, y reinaba ya sobre la isla entera. Ahora,
sus poderes eran ilimitados. Lo mismo podía cubrir una yegua que
descansar en el frescor de un aljibe, posarse en las ramas ligeras de
un aromo o colarse por el ojo de una cerradura. Los perros no le
ladraban; mudaba de sombra según le conviniera. [...]
Cuatro años duró la ansiosa espera, sin que los oídos bien abiertos desesperaran de escuchar, en cualquier momento, la voz de los grandes caracoles que debían de sonar en la montaña para anunciar a todos que Mackandal había cerrado el ciclo de sus metamorfosis, volviendo a asentarse, nervudo y duro, con testículos como piedras, sobre sus piernas de hombre.
Cuatro años duró la ansiosa espera, sin que los oídos bien abiertos desesperaran de escuchar, en cualquier momento, la voz de los grandes caracoles que debían de sonar en la montaña para anunciar a todos que Mackandal había cerrado el ciclo de sus metamorfosis, volviendo a asentarse, nervudo y duro, con testículos como piedras, sobre sus piernas de hombre.
Alejo Carpentier, El reino de este mundo